A lo largo de la historia se ha estudiado desde la filosofía, cientos de temas, muchos de ellos del día a día, que casi nunca nos paramos a pensar en ellos. Los Estoicos, en la antigua Grecia, ya hablaron de la felicidad, de la misma manera que en el siglo XIX lo hizo Arthur Schopenhauer, a pesar de ser conocido por hablar de la felicidad desde una perspectiva un tanto pesimista. Este autor afirmaba que la felicidad absoluta no existía, y que lo único que podíamos hacer era buscar el mínimo dolor posible. Él consideraba que la felicidad humana implicaba la alegría del ánimo y el temperamento feliz, la salud del cuerpo, la tranquilidad del espíritu, y disponer de bienes externos en una medida muy reducida (diferenciados por bienes naturales y necesarios , bienes naturales y no necesarios, y bienes no naturales y no necesarios). De este modo, disponer de bienes innecesarios nos lleva a la infelicidad. Muchos de estos bienes no nos hacen sino esclavos de estos, obligándonos a endeudarnos en algunos casos, o a estar continuamente pendientes de ellos, y esto, según Schopenhauer, nos da la infelicidad.

Todo bien tiene su proceso de fabricación en el que se necesitan unos recursos y se generan unos residuos, que en muchos casos terminan contaminando el planeta. Si bien hasta antes del confinamiento no se veía claro que fuéramos capaces de reducir la contaminación, se ha demostrado que es totalmente posible y factible, pero hemos necesitado una epidemia a nivel mundial que ha provocado miles de muertes en todo el mundo para poder comprobar que es posible detener el planeta y dejar de endeudarnos por comprar cosas inútiles, que no nos sirven para nada, aunque creamos que vayan a solucionar todos nuestros problemas. Quizás habría que hacer una parada de vez en cuando para dar un descanso a nuestro planeta y garantizarnos así un mejor lugar para vivir.

Ya nos lo decía Epicuro mucho tiempo antes que Schopenhauer: «La riqueza coincidente con la naturaleza está delimitada y es fácil de conseguir, pero la de las vanas ambiciones se derrama al infinito». Mejor dicho, nunca tenemos suficiente y siempre queremos más bienes, muchas veces inecesarios. Tenemos la necesidad de causar cierta envidia al resto de la sociedad, para llegar al estatus que se pretende conseguir.

En la sociedad actual, donde todo fluye de manera líquida tal y como dice Zygmunt Bauman, se fomenta el consumo rápido, inmediato. Buscamos obtener bienes de la forma más rápida posible, sin tener en cuenta de donde viene ni cómo se ha creado. Y cada vez más las nuevas generaciones no conocen el coste de obtener y ni siquiera fabricar uno de estos bienes. No nos paramos a pensar en ello. Sabemos que está ahí, pero no cómo se ha convertido en lo que es. Si la industria tuviera paredes de cristal nos horrorizaríamos en muchos casos y quizá cambiaríamos nuestro estilo de vida. Pero para qué engañarme, solamente buscamos comprar, comprar y comprar, tener el bien más preciado para tener un mayor estatus social. Una nueva compra es una nueva presa cazada. Y aún teniendo el uso de la razón, y con una cantidad infame de presas cazadas, muchos no dan por bueno lo que tienen y buscan más. La vanidad se hace con ellos, y solo están pendientes de impresionar a los demás con su ritmo de vida y sus preciosos bienes, lejos del alcance, por lo menos, de una parte del resto de personas. Pero al final, creo que todo ello se puede resumir en una sola frase: aquellos que más se llenan de bienes a su alrededor son los que más vacíos quedan en su interior.

Bueno, doscientos años después, parece ser que Schopenhauer no iba tan errado. Así pues, ¿qué es lo que realmente necesitamos para ser felices en pleno siglo XXI?

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